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Acaba con una ilusión en Rusia la guerra de Putin contra Ucrania

Por Sabrina Tavernise para The New York Times

La última vez que estuve en Rusia, en el verano de 2015, me enfrenté a una contradicción. ¿Qué pasa si un lugar no es libre, pero aun así es feliz?, ¿cuánto tiempo podría permanecer así?

Moscú había florecido hasta convertirse en una hermosa ciudad europea, llena de parques meticulosamente plantados, carriles para bicicletas y plazas de estacionamiento. Los ingresos del ciudadano ruso promedio habían aumentado de manera considerable en el transcurso de la década anterior. Al mismo tiempo, su sistema político se acercaba cada vez más al autoritarismo.

Quince años antes, Boris Yeltsin había abandonado el poder avergonzado, disculpándose en la televisión nacional “por haber fracasado en justificar las esperanzas del pueblo que creía que seríamos capaces de dar un salto repentino desde el pasado totalitario, sombrío y estancado, a un futuro brillante, próspero y civilizado”.

En el verano de 2015, su sucesor, el presidente Vladimir Putin, parecía haber convertido a Rusia en un país brillante y próspero. El sistema político que construyó era cada vez más restrictivo, pero muchos habían aprendido a vivir con él.

Muchos liberales rusos se habían puesto a trabajar en organizaciones sin fines de lucro y gobiernos locales, lanzándose a la construcción de comunidades, haciendo de sus ciudades lugares mejores donde vivir. Un movimiento de manifestaciones en 2011 y 2012 había fracasado, y la gente buscaba otras maneras de dar forma a su país. Se pensaba que las grandes políticas eran inútiles, pero que se podía marcar la diferencia con pequeños actos.

Ese pacto tenía otra cara: Putin al parecer también se veía limitado. La acción política podía estar prohibida, pero había tolerancia en lo que respecta a otras cosas, como la religión, la cultura y muchas formas de expresión. Su propio cálculo para que el sistema funcionara sin problemas significaba que tenía que dejar algo de espacio para la sociedad.

Viví en Rusia durante nueve años, y empecé a darle cobertura para The New York Times en 2000, el año en que Putin fue elegido por primera vez. Pasé mucho tiempo diciéndole a la gente —en mis escritos públicos y en mi vida privada— que Rusia podía parecer mala a veces, pero que también tenía muchas cualidades maravillosas.

Sin embargo, en las semanas transcurridas desde que Rusia invadió Ucrania, me he sentido como si estuviera viendo perder la cordura a alguien a quien quiero. Muchos de los liberales rusos que habían recurrido a los “pequeños actos” están sintiendo también una sensación de conmoción y horror, comentó Alexandra Arkhipova, una antropóloga rusa.

“Veo muchos mensajes y conversaciones en los que se dice que todo eso de los pequeños actos fue un gran error”, aseguró. “La gente tiene una metáfora. Dicen: ‘Estábamos tratando de hacer algunos cambios cosméticos en nuestras caras, cuando el cáncer estaba creciendo y creciendo en nuestros estómagos’”.

Empecé a preguntarme si Rusia siempre iba a acabar aquí, y nosotros no lo logramos ver. Así que llamé a Yevgeniya Albats, una periodista rusa que ya había advertido sobre los peligros de un resurgimiento de la KGB en la década de 1990. Albats no dejaba atrás la idea de que, en ciertos momentos de la historia, cuando se trata de las ideas y la acción política, todo está en juego. Llevaba tiempo sosteniendo que cualquier pacto con Putin era una ilusión.

Afirmó que “Para Putin, fue una clara señal de que puede hacer lo que quiera. Y eso es exactamente lo que empezó a hacer. Se comportó de forma extremadamente racional. Se dio cuenta de que no nos importa”, explicó por teléfono el mes pasado.

Se refería a la invasión rusa de Georgia en 2008, que se produjo poco después de que el presidente George W. Bush empezara a hablar de la entrada en la OTAN de Georgia y Ucrania. Di cobertura a esa guerra, y pasé la noche con una unidad rusa en la ciudad georgiana de Gori, y recuerdo lo vigorizados que parecían los soldados, riendo, bromeando. La derrota soviética en la Guerra Fría había dejado una amarga sensación de humillación y pérdida. La invasión parecía haberlos renovado.

“Cuando llegó Putin, todo cambió”, me dijo un oficial. “Recuperamos parte de nuestra antigua fuerza. La gente empezó a respetarnos de nuevo”.

Albats parecía cansada pero decidida. El día que hablamos, había viajado a una colonia penal rusa para estar presente en la sentencia de su amigo Alexéi Navalny, el popular líder de la oposición rusa, que aprovechó el tiempo que le correspondía para dar un discurso contra la guerra.

“Ahora entendemos que cuando Putin decidió declararle la guerra a Ucrania, tuvo que deshacerse de Navalny”, agregó, porque es el único con el valor de resistirse.

De hecho, Navalny nunca aceptó alejarse de la confrontación directa y estaba construyendo un movimiento de oposición a nivel nacional, llevando a la gente a las calles. Rechazó el pacto y estuvo dispuesto a ir a la cárcel para desafiarlo.

Arkhipova señaló que su mantra, de que la lucha no era del bien contra el mal, sino del bien contra lo neutral, era un desafío directo a la pasividad política que exigía Putin.

Muchas personas a las que entrevisté dijeron que el envenenamiento de Navalny en 2020 y su encarcelamiento a principios de 2021, tras años de libertad, marcaron el fin del contrato social y el comienzo de la guerra de Putin. Al igual que el asesinato de Ahmad Shah Masud por parte de Al Qaeda en vísperas del 11 de septiembre de 2001, Putin tenía que limpiar el campo de adversarios.

Greg Yudin, profesor de Filosofía Política en la Escuela de Ciencias Sociales y Económicas de Moscú, sostiene que fue el éxito de la oposición política, que comenzó a acelerarse en 2018 y 2019, lo que inclinó a Putin hacia la guerra.

Yudin señaló que era inconcebible para Putin que pudiera haber personas dentro de Rusia que quisieran lo mejor para su país y, sin embargo, estuvieran en contra de él. Así que buscó a los traidores y alimentó una obsesión con la idea de que Occidente estaba tras él.

“Es una característica de ese tipo de régimen”, sugirió Yudin. “Recodifica la disidencia interna en amenazas externas”.

En cuanto a mi pregunta de 2015 —cuánto tiempo puede un lugar no ser libre y a la vez ser feliz—, quizá hayamos vivido la respuesta. Muchos liberales se han ido. Muchos de los que no se han ido se enfrentan a multas o incluso a la cárcel. En las semanas posteriores a la invasión, la policía detuvo a más de 15 mil personas en todo el país, según OVD-Info, un grupo de derechos humanos, una cifra sustancialmente superior a la de las protestas de 2012, cuando se detuvo a casi 5 mil personas en doce meses, especificó Arkhipova, quien estudió ese movimiento.

Ahora el trato se ha roto, la ilusión se ha hecho añicos. Y el país ha entrado en una nueva fase. Pero, ¿de qué se trata? Yudin sostiene que Rusia está pasando del autoritarismo —en el que la pasividad política y la desconexión cívica son características fundamentales— al totalitarismo, que se basa en la movilización de masas, el terror y la homogeneidad de creencias. Cree que Putin está al borde, pero puede dudar en dar el paso.

“En un sistema totalitario, hay que liberar energía para iniciar el terror”, afirmó. Putin, dijo, “es un fanático del control, acostumbrado a la microgestión”.

Sin embargo, si el Estado ruso empieza a fracasar, ya sea por un colapso de la economía rusa o por una completa derrota militar en Ucrania, “desatar el terror será la única manera de que Putin se salve a sí mismo”.

Por eso la situación actual es tan peligrosa, para Ucrania y para la gente de Rusia que se opone a Putin.

“Putin está tan convencido de que no puede permitirse el lujo de perder que va a escalar”, dijo Yudin. “Se lo ha jugado todo”. c.2022 The New York Times Company

Written by Redacción

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